Páginas

miércoles, 15 de enero de 2020

Monstruos

Cualquier democracia se asienta sobre lo que los constitucionalistas llaman el pacto pre-constitucional. John Locke lo reflejó en su «Segundo ensayo sobre el Gobierno civil» y consiste en la renuncia de cada uno de los miembros de la ciudadanía a su poder personal (su «fuerza»), el reconocimiento del otro como un igual y, sobre todo, la aceptación del bien supremo de la convivencia pacífica y de la existencia de instituciones y reglas por encima de todos para la conformación de la voluntad política. A partir de estos axiomas se construye la democracia. Por eso, la demonización y descalificación del otro atenta contra la democracia, porque dejamos de considerarnos iguales. Por eso, es un atentado contra la democracia azuzar el miedo, generar desconfianza, porque tendríamos la tentación de la fuerza. El miedo es la primera enfermedad de la democracia. Por eso, haríamos bien en reconocer que los otros, los que opinan diferente a nosotros, no son monstruos, ni demonios, ni malas personas a las que temer, sino personas como usted y como yo, normales, con sus circunstancias personales y biográficas que han determinado sus opiniones e ideología. No, no son monstruos los que votan a Vox, ni a Podemos, ni a ERC, ni a Bildu, ni al PNV, ni al PP, Ciudadanos o PSOE. Son solo millones de personas normales. 
 
Que entre los que votan a Vox hay elementos nostálgicos del franquismo o que muchos tienen posturas reaccionarias en temas de género y de migraciones, incluso negacionistas de cambio climático y un nacionalismo españolista añejo es un hecho. Pero eso no implica que la mayoría sean fascistas. Como tampoco son comunistas del 36 los que votan a Podemos, pues sus posturas anticuadas en temas de empresa, de economía o de libertades civiles (la de opinión, culto o educación, por ejemplo), su democracia asamblearia o su confederalismo no los hace totalitarios. En Vox hay más fake news, desconocimiento del mundo y resistencia al cambio que totalitarismo pinochetista o nazi. Como en Podemos hay más mala economía, idealismo igualitarista y arrogancia moral e intelectual que totalitarismo castrista o estalinista. Ni a uno ni a otro se les combate con insultos y memes, sino con hechos y argumentos. 
 
Tampoco son monstruos los independentistas. Es cierto que en Bildu hay etarras y que son los herederos políticos de ETA, pero no todos sus votantes justifican las acciones de ETA. Como tampoco son unos demonios los de ERC, aunque sus líderes se hayan saltado la legalidad con una sedición. El hecho de que quieran la independencia de sus Comunidades es una opinión legítima, que no se basa en que quieran lo peor para nosotros, sino en que son egoístas y quieren lo mejor para ellos, sin preocuparse por los demás. Tampoco se combate a los independentistas con voces, sino con discurso. 
 
Si no son monstruos los votantes de Vox, ni los de Podemos, Bildu, el PNV o ERC, ni los del PSOE, el PP o Ciudadanos y tampoco lo son los políticos que representan las distintas opciones, ¿a qué viene el miedo y la incomunicación que se palpa en la ciudadanía? ¿a qué viene el frentismo y el guerracivilismo? ¿a qué vienen los discursos catastrofistas? Harían bien los unos en no querer reinventar el pasado y otros en hacer una leal oposición sin deslegitimar a un Gobierno legítimo. Gobiernen los primeros sus cien días con expectación y opónganse los segundos ante los hechos y no ante las expectativas. Sean los unos respetuosos con los antecesores, pues eso los legitima y mucho de lo que se hizo se hizo bien (o, ¿es que no estuvo bien salir de una crisis con no poco sacrificio y pésima comunicación?) y no hagan los otros símiles absurdos (¿quién habrá corrido la tontada de que España se va a convertir en Venezuela?). Y, por favor, bajen todos el tono, reconociendo que España no es la suma de 47 millones de monstruos. Si acaso solo de 47 millones de españoles vociferantes. 
 
15 de enero de 2020 
 

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Posicionamiento

En estos tiempos líquidos en los que las declaraciones se mudan con tanta facilidad, la ciudadanía ha de estar atenta para interpretar las señales de los políticos so pena de no entender adónde vamos. Si fuera por sus palabras y por sus actos, del señor Sánchez podríamos decir pocas cosas ciertas: que quiere seguir en la Moncloa, que le gustan los eventos internacionales, que no tiene proyecto definido para España como conjunto, que argumenta sosteniendo una cosa y su contraria y, finalmente, que le afea a otros, en un rasgo de absoluta incoherencia, lo que él mismo hizo. De donde se deduce que lo único claro es que quiere ser investido presidente a cualquier precio. 
 
El problema es que, para serlo, está posicionando al PSOE en un lugar difícilmente compatible con su trayectoria y, creo, con sus votantes. Es decir, el presidente Sánchez está llevando a su partido a un lugar ideológico condicionado por las negociaciones para que él sea presidente, no a donde los principios del PSOE y sus militantes han decidido ir. 
 
Los nuevos ejes programáticos del PSOE, definidos por las declaraciones y actos del presidente en funciones, esos que no afloraron en campaña electoral y que se van configurando por las necesidades de ser investido, son dos: un giro a la izquierda en temas económicos y sociales, y un discurso nacionalista. Es decir, el PSOE de Sánchez se está posicionando como un partido de izquierdas clásico por el contagio de Unidas Podemos, y, al mismo tiempo, como un partido nacionalista en aquellas comunidades en las que este eje político existe o se puede explotar, o sea, en Cataluña, País Vasco, Navarra, Comunidad Valenciana, Baleares y Galicia, por la necesidad de los apoyos de Esquerra Republicana de Cataluña. 
 
Para ver que el PSOE está entrando en los postulados de Unidas Podemos basta con leer algunas declaraciones de la señora Celaá. Y, aunque de momento no está trascendiendo mucho de las negociaciones con Podemos, mucho me temo que el reparto de carteras ya es toda una señal para la política económica que nos espera. El PSOE está alejándose de sus posiciones de una socialdemocracia moderna de corte alemán (en el que lo instaló Felipe González), para entrar en las de un socialismo estatista de origen francés (Piketty será el autor de cabecera). Lo que augura una política económica más intervencionista y rígida, a pesar de la vicepresidencia de Nadia Calviño, que no es lo que, en principio, necesitamos en estos tiempos, pues es posible hacer una política económica social, pero flexible, y, desde luego, mucho más moderna. 
 
Por otra parte, el PSOE ha aceptado ya los postulados del PSC, de que Cataluña es una «nación» (de donde se deduce, por generalización, que otras comunidades lo son, y que España no es nada, pues una «nación de naciones» no es nada), que lo que se vive allí es un «conflicto político» (supongo que tendrá esa misma calificación la situación en el País Vasco, aunque ahora esté larvado), que la inmersión lingüística en catalán es esencial y que hay que hacer una mesa bilateral entre el Gobierno Central y la Generalitat para reconducir el tema «políticamente», es decir, aceptando de hecho la igualdad entre los Gobiernos (lo mismo que reclamará el Gobierno Vasco). El PSOE está aceptando, nos cuenten lo que nos cuenten, un proceso de negociación para la asociación de Cataluña (y el País Vasco), lo que tendrá consecuencias políticas y económicas para toda España. 
 
No sé si es este posicionamiento coincide con lo que realmente quiere la militancia del PSOE pues no se manifiesta, ni si es realmente el que quiere para su partido el señor Sánchez porque de sus palabras se puede deducir cualquier cosa. Pero es lo que infiere de lo que va trascendiendo. O sea, que el PSOE está dejando de ser un partido de sólidos principios. Y todo por una presidencia precaria para el líquido señor Sánchez. 
 
18 de diciembre de 2019 
 

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Palabras

Las palabras son importantes, muy importantes, pues configuran la realidad social y, especialmente, la política. Por eso, tras el comunicado de la negociación entre el PSOE y ERC de la semana pasada, ya sabemos por dónde van a ir los acontecimientos: habrá investidura de Sánchez con el apoyo de Podemos (a cambio de unos ministros), el PNV y los mininacionalistas (a cambio de dinero), y la abstención de Esquerra (a cambio de un «procès viable» de independencia de Cataluña). Es decir, tendremos un Gobierno para España que será, casi, una edición del Tripartito catalán de Maragall y Montilla, un «Govern d’Entesa», un «Gobierno del Pacto», cuyo objetivo, en temas territoriales, será la evolución de España hacia el Estado plurinacional, esa difusa confederación de la que hablan todos los que van a investir al señor Sánchez, con una Cataluña cuasi-independiente. 
 
Para llegar a esta conclusión basta con analizar la negociación PSOE-ERC. El PSOE ha mandado a negociar a Adriana Lastra, a la que no se le conoce ni formación ni trayectoria, al componedor ministro Ábalos, y a Salvador Illa, el segundo de Iceta en el PSC. Por parte de Esquerra, además de Gabriel Rufián, calculador hasta en sus provocaciones, han ido Marta Vilalta, adjunta a Junqueras, y Josep María Jové, cerebro del procés. Solo la composición nos dice mucho: cuatro catalanes que estuvieron de acuerdo en el fallido Estatuto de 2005 (que definía a Cataluña como «nación») y dos políticos cuya única misión es que su jefe sea investido a cualquier precio. Por si quedaba duda de la actitud del PSOE, el mismo Illa presentó hace poco un documento en el que los socialistas admiten que Cataluña «es una nación» y que España debe ser «un Estado plurinacional». El resultado de esta primera reunión ha sido una rotunda victoria para ERC, pues el PSOE ha aceptado, además, que la situación en Cataluña es un «conflicto político». 
 
Y es la clave, pues al aceptar el PSOE que «Cataluña es una nación» y que la situación de Cataluña es «un conflicto político», está aceptando que hay «dos naciones» que se enfrentan. Más aún, está aceptando el discurso independentista que de que hay un Estado, España, que representa a una nación, que se impone a otra, Cataluña. Es decir, lo que el PSOE aceptó la semana pasada no es solo que Cataluña está enfrentada con España, sino que está oprimida. Sentado esto, y teniendo en cuenta que, en un contexto de relaciones políticas civilizadas, los «conflictos políticos» se resuelven en mesas de negociación, solo hay dos salidas lógicas al «conflicto»: o la modificación del ordenamiento jurídico español que reconozca una situación especial a Cataluña, es decir, un nuevo Estatuto con nueva definición de Cataluña, concierto económico y competencias blindadas, con referéndum de ratificación; o un referéndum de autodeterminación pactado. El resultado de cualquiera de ellas es que Cataluña quedará asociada a España y, a través de ella, a la Unión Europea, pero con una situación privilegiada respecto al resto de autonomías. 
 
Lo demás es ya táctico. En una próxima reunión se hablará de financiación. ERC pedirá un concierto, pero se conformará, este año, con los 5.000 millones extra de los presupuestos fallidos, más otros 1,2 mil millones en inversiones, que para eso ha ido el ministro Ábalos, justificados con el Corredor ferroviario. Y, luego, tras la investidura, se abrirán distintas mesas, con el objetivo de una «solución política» del «conflicto». 
 
A cambio, las cesiones de ERC son pocas: una abstención ahora y ceder en lo del relator. Además, puede vender toda cesión como una victoria en Cataluña y, tras las próximas elecciones allí, presidirá la Generalitat. 
 
No sé si esto lo ha calculado el señor Sánchez, pero es lo que tiene mandar a negociar a alguien que no sabe lo que significan las palabras «nación» y «conflicto» con unos tipos que sí saben cómo rentabilizar un 3,6% de votos y 13 escaños. Y, como otras veces, rezo por estar equivocado. 
 
4 de diciembre de 2019 
 

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Gobernabilidad

Con los resultados de las pasadas elecciones en la mano, se puede decir que el panorama político español es muy complicado lo que hace difícil la gobernabilidad. Se han celebrado elecciones y se va a constituir un gobierno, pero eso no significa que se pueda gobernar y, menos aún, gobernar razonablemente el país. Al menos como necesitan ser gobernados los problemas que nos acucian. Mientras tanto, gracias a que tenemos una legislación ordenada, con todas sus incoherencias, y una administración organizada, con todas sus deficiencias, las instituciones funcionan. Y, sobre todo, gracias a que somos una ciudadanía madura, con algunos arrebatos adolescentes, la sociedad funciona. 
 
La primera complicación viene de la inmensa fragmentación política del Congreso. Esta es la primera legislatura en la que hay 16 grupos políticos representados en el Congreso, que, a su vez, están compuestos por más de 20 partidos políticos. Más aún, son las primeras elecciones en las que las que hay 10 fuerzas de representación territorial. El Congreso, por la inoperancia a la que hemos condenado al Senado y una ley electoral obsoleta, se está convirtiendo en una cámara territorial y no de ámbito nacional. Con la particularidad de ir configurando el puzzle de los reinos antiguos del siglo XVII: algo así como Castilla y los demás. Y las cámaras territoriales, está en su lógica, no miran por el interés general, sino por el juego de intereses locales, que no es lo mismo. 
 
La segunda complicación es que el Gobierno es la suma de dos fuerzas que han perdido las elecciones. Es la suma de dos debilidades, no de dos victorias. Es evidente que el gran perdedor de las elecciones ha sido Rivera y, con él, Ciudadanos, pero no es menos cierto que tanto el PSOE como Unidas Podemos han perdido votos y escaños en sólo unos meses, y que no tienen ni siquiera una mayoría potente entre los dos. El resultado del PSOE, aunque gobierne, es uno de los peores de su historia: un 28% de los votantes, habiendo votado menos del 70%, lo que significa que, a pesar de todos los grouchomarxistas principios del señor Sánchez solo 1 de cada 5 electores lo ha votado. Lo mismo se puede decir de Pablo Iglesias (12,84% de los votos, 8,85% de los electores) que solo con su entrada en el Gobierno puede camuflar el pobre resultado que quien iba a «asaltar los cielos». 
 
La tercera complicación viene de la necesidad de contar, además de con Más País, el PNV y Coalición Canaria, con los ultranacionalistas catalanes, no ya para investir Gobierno, sino para cosas tan prosaicas como aprobar presupuestos, salvo improbable ayuda del PP. Improbable porque el marcaje de Vox le impedirá ir mucho más allá de cosas muy elementales por la posible sangría de votos a su derecha. 
 
La cuarta complicación es el caleidoscopio de gobiernos en las distintas autonomías y baste recordar las principales por orden de población: Andalucía en manos de una coalición PP-Ciudadanos con apoyo de Vox; en Cataluña, los independentistas; en Madrid, otra coalición PP-Ciudadanos (más Vox); Valencia en manos del PSOE y Compromís; País Vasco en manos del PNV, etc. así hasta 14 gobiernos de coalición variada. 
 
Y, finalmente, la quinta son los liderazgos en algunas grandes ciudades, empezando por Ada Colau y su coalición en Barcelona. 
 
Si uno lo piensa, se podría decir que los españoles hemos logrado el ideal: que nos gobiernen todas las ideologías al mismo tiempo. Así, por ejemplo, los cordobeses estaremos gobernados por el PSOE más Unidas Podemos, Más País, el PNV, Coalición Canaria, Revilla y los independentistas (eso como mínimo) desde el Gobierno central; por el PP, Ciudadanos y Vox desde el Gobierno autonómico; y, para compensar el peso de los primeros, por el PP y Ciudadanos en el Ayuntamiento. O sea, un lujo. 
 
Lo que no sé es si es un lujo que nos podemos permitir con 3,2 millones de parados y una economía resfriándose. 
 
20 de noviembre de 2019

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Universidades y totalitarismo

Tengo por norma no opinar de aquellos temas en los que mis palabras pudieran malinterpretarse. Por eso, en los casi veinte años que llevo escribiendo esta columna, es raro un artículo sobre universidades. Pero lo que está ocurriendo en las universidades catalanas es necesario denunciarlo. 
 
La violencia desatada por un grupo, controlado o no, de independentistas con la excusa de la sentencia del Tribunal Supremo es inadmisible, y sólo posible por la dejación de funciones de los que tienen la responsabilidad de garantizar el ejercicio de los derechos básicos de la ciudadanía: en primer lugar, la Generalitat de Cataluña y, subsidiariamente, el Gobierno central. En cualquier democracia se garantiza el derecho a la libertad de expresión y el de ejercicio pacífico de manifestación, pero no el ejercicio irrestricto de ambos: ni es posible decir cualquier cosa, pues el límite es el honor, la imagen o las creencias de otros; ni el derecho de manifestación se puede consentir si se vulnera el derecho de los demás a la libre circulación o al trabajo, si se atenta contra la autoridad o las propiedades ajenas. 
 
Y si la violencia consentida por la Generalitat es inadmisible, lo que está ocurriendo en las universidades catalanas es, sencillamente, vergonzoso. 
 
De vergüenza, en primer lugar, para esos estudiantes que boicotean las clases por lo que implica de cerrazón totalitaria. Los estudiantes encapuchados de la Pompeu o de la Universidad de Barcelona son tan totalitarios como el general Millán Astray que dicen que gritó, en el otoño del 36, aquel «¡Viva la muerte!» en Salamanca, con el que quería glorificar la violencia frente a la razón, pues los estudiantes independentistas, con sus hechos, están gritando «¡Viva la ignorancia!» como si sus ideas políticas justificaran la estupidez. De ahí a la quema de libros como la que organizaron los estudiantes nazis en 1933 hay sólo un paso. 
 
En segundo lugar, debería darles vergüenza a los profesores y profesionales de aquellas universidades que están consintiendo hacer de ellas instrumentos al servicio del independentismo, sin pensar que la Universidad es un espacio de conocimiento, de debate abierto y de libertad, en el que todas las ideas se pueden exponer, pero según unas reglas racionales, y nunca bajo la presión de la violencia o la coacción. La aceptación por parte de una mayoría de los profesionales de las universidades catalanas del uso al que les están sometiendo los independentistas es tan vergonzoso como el manifiesto de los científicos alemanes de 1914, o el silencio ante las purgas de profesores judíos en la Alemania nazi. De este silencio a una «ciencia catalana» y a la pureza política para las provisiones de plazas hay también sólo un paso. 
 
Es de vergüenza, en tercer lugar, la actuación de los órganos de gobierno de las universidades públicas catalanas rebajando las condiciones académicas para que los estudiantes puedan ejercer de violentos. Es una irresponsabilidad, pues supone convalidar la expresión de un derecho, el de manifestación, por la adquisición de competencias y conocimientos. Es, además, irracional, pues ¿alguien podría su vida en manos de un médico que hubiera cursado anatomía en una protesta? Más aún, ¿qué mensaje educativo se está lanzando a los estudiantes si sus decisiones no tienen consecuencias? En el mundo real, cuando se hace una huelga, no se cobra el sueldo. De ahí a que sea mérito académico haber estado en una barricada para obtener un título hay sólo un paso. 
 
Y, finalmente, es de vergüenza la actuación de los rectores de las universidades públicas catalanas que están consintiendo todo esto con negociaciones con los violentos y medias palabras, olvidando que su primera obligación es garantizar los derechos de los que sí quieren ser universitarios. 
 
El problema de Cataluña como sociedad es una enfermedad grave que se llama nacionalismo. Una enfermedad que, en su momento actual, empieza a cursar en su forma más mortal para la democracia: el totalitarismo. Un totalitarismo vergonzoso ante el que no caben medias tintas. 
 
6 de noviembre de 2019

miércoles, 23 de octubre de 2019

Rupturas

Al margen de que se exhume a Franco (una típica cortina de humo de campaña electoral), lo más noticioso de estos días son las violentas protestas en Cataluña y el enésimo embrollo del brexit. Dos hechos que, además de noticiosos, nos están dejando lecciones para el futuro que no deberíamos desdeñar. 
 
La primera lección que se podría extraer del brexit es muy simple: no es bueno dirimir en un referéndum situaciones complejas, porque no es posible sintetizar en una pregunta dicotómica (de sí o no) esa complejidad. Y menos si la situación se plantea en términos emocionales y con mentiras. La irresponsabilidad de Cameron de plantear un referéndum de permanencia en la UE es tanta, como la de los políticos nacionalistas catalanes de pretender dirimir la convivencia en el conjunto de España en términos de un referéndum. Y es irresponsable porque el mero hecho de preguntar no es inocente, pues genera una ruptura entre aquellos a los que se le plantea. La inmensa mayoría de los británicos no se estaban cuestionando la permanencia a la Unión Europea cuando Cameron los invitó a hacerlo unos meses antes de su referéndum. Como nadie en Cataluña, salvo ERC, se planteaba la pertenencia a España hasta que a los nacionalistas de CiU no les valió con un nuevo Estatuto y quisieron un sistema de financiación propio que les favoreciera. Ahora, las dos sociedades, la británica y la catalana, están divididas y difíciles de gobernar, pues contar con el apoyo de unos es tener a los otros en contra. Y como la división es emocional, no hay forma de ganarse a la otra parte, ni con buena gestión: las emociones se viven, se cultivan, no se razonan. Uno puede cambiar de opinión razonando, pero nadie puede abrazar lo que emocionalmente se rechaza. Las rupturas emocionales generan una desconfianza que sólo la voluntad de superarla, el tiempo y, muchas veces, el silencio, puede restañar. Por eso, tengo la certeza de que las rupturas que ya se han producido en ambos casos, tanto en el interior de sus sociedades, como con los demás a los que algunos quieren dejar, tardarán mucho tiempo en cicatrizar, si es que alguna vez lo hacen. 
 
La segunda lección es que las relaciones entre sociedades son mucho más profundas y complejas de lo que pretenden los que propugnan las rupturas. Sobre todo si se ha compartido una historia y hay lazos culturales, económicos y políticos. Formalizar una separación entre la sociedad de un territorio y otro no es solo una cuestión de hacer una declaración, es establecer las condiciones de ciudadanía, dirimir la jurisdicción sobre todos los ámbitos, determinar una separación de derechos y obligaciones, etc. Dicho de otra forma, responder a preguntas tales como ¿quién es nacional de cada país? ¿qué derechos tienen los nacionales de un país en el otro? ¿cómo pueden operar y a quién han de pagar los impuestos las empresas de cada país cuando operan en el otro? ¿cómo se reparten los inmuebles públicos? ¿y los funcionarios? ¿quién se hace cargo de la deuda pública emitida? ¿quién paga las pensiones de los nacionales del otro país que radiquen en el contrario? Y así hasta casi el infinito, pues las rupturas sociales, y más en las que las sociedades llevan siglos unidas tienen muchos más pasos que una declaración y una ley de desconexión como la que intentaron hace dos años. 
 
La tercera lección es que toda ruptura tiene un coste. Y no sólo el emocional. Tiene un coste en términos de PIB, de empleo, de ineficiencia de mercado y de prestación de servicios, de pérdida de competitividad. Un coste que es proporcionalmente mayor para la parte menor que se separe. 
 
Estas son sólo tres lecciones de lo que pasa. Habría más, pero no merece la pena extraerlas, pues no creo que nadie esté dispuesto a cambiar de opinión sobre el tema del brexit o de Cataluña por mucho que se intente razonar. 
 
Es lo que tienen las rupturas. 
 
23 de octubre 2019

miércoles, 9 de octubre de 2019

Enfriamiento

Las señales que va dando la economía española en este inicio de otoño son de enfriamiento. El PIB está creciendo al 2% interanual, lo que supone la tasa de crecimiento más baja desde 2015. Un crecimiento que se debe más al crecimiento de los gastos de la administración pública y de las exportaciones que al del consumo privado y la inversión, lo que genera no pocas incertidumbres, pues el límite de las administraciones públicas lo determinan los impuestos y el de las exportaciones la competitividad exterior. Un enfriamiento que se empieza a notar en todos los indicios de los que nos servimos los economistas: la contratación se está reduciendo respecto al mismo mes del año 2018, como se están reduciendo las ventas de turismos, como está cayendo el consumo de energía eléctrica o la producción industrial. 
 
Las causas de este enfriamiento son conocidas y se venían anunciado. El modelo de crecimiento de salida de la crisis ha sido un modelo basado en la demanda externa y la competitividad exterior, en un contexto de política monetaria muy expansiva (tipos de interés cercanos al cero) y fiscal también expansiva (déficits públicos del 3%). Puesto que parte de la burbuja de crecimiento de la economía española se había debido a un crecimiento de las rentas salariales superior al crecimiento de la productividad, financiado desde el exterior, la corrección de estos desequilibrios solo podía producirse mediante la dieta de devaluación salarial a la que se ha sometido la economía española. Esta dieta, más dura que la de nuestros competidores, ha dado como resultado un modelo de crecimiento basado en el turismo y las exportaciones, por un lado, y el consumo y la inversión, por otro. Los dos primeros por la mejoría relativa de competitividad frente al exterior y los dos segundos por las políticas monetarias y fiscal expansivas. 
 
Pero estas bases están llegando a su fin. En primer lugar, porque las principales economías de las que depende la economía española, para la colocación de sus bienes (coches, bienes de equipo, etc.) y servicios (turismo), como para su financiación, se están enfriando: Alemania está al borde de la recesión, lo que implica menos exportaciones y menos turismo; Francia está en situación de estancamiento y el Reino Unido e Italia están sumidas en profundas incertidumbres que debilitan nuestra economía. En segundo lugar, porque los competidores de nuestros principales productos, empezando por el turismo, están volviendo a ser competitivos: Grecia, Turquía, Túnez, etc., vuelven a competir en los mercados turísticos. Y, finalmente, y en tercer lugar, porque el margen de las políticas expansivas se estrecha con el tiempo, pues no es posible mantener una política monetaria de tipos de interés cero durante tiempo indefinido sin poner en peligro el mismo sistema financiero, como no es posible una política fiscal de déficits públicos estructurales de casi el 3% del PIB con deudas públicas cercanas al 100% del PIB sin poner en peligro la misma economía. 
 
La economía española se está enfriando, pues, en un contexto de políticas instrumentales muy expansivo que no se puede mantener en el tiempo. Dicho de otra forma, y de una forma más cruda: el crecimiento de la economía española puede ser cercano al cero en los próximos trimestres, lo que traerá una disminución de la creación de empleo y una contracción de las expectativas sobre el futuro de nuestra economía, sin que tengamos mucho margen de maniobra. Esto supondrá que empecemos a hablar nuevamente de crisis. Una crisis que, esta vez, no se puede edulcorar con más gasto público, ni se va a resolver con más expansión monetaria. 
 
Y porque esta crisis va a llegar y le va a tocar al próximo gobierno, me gustaría, si no fuera mucha molestia, que en la campaña electoral se hablara seriamente de economía. El problema es que mucho me temo que ninguno de los candidatos tiene ni idea de qué es eso. Empezando por uno que dicen que es doctor en la materia. 
 
9 de octubre de 2019